En estos días no sabe uno si conmoverse o despotricar contra la ineptitud y la impotencia por la ola violenta que nos amarga el día desde que te levantas y lees las noticias del periódico o las escuchas en la radio. Asesinatos a mansalva, sicarios con las caras cubiertas, pelotones de militares lanzando brutalidad en las miradas mientras apuntan peligrosamente sus armas a cualquiera que tenga el suficiente atrevimiento de retarlos. Fotografías a todo color con teleobjetivo de seres humanos destrozados por la metralla, de seres humanos que mueren hincados, amordazados, con los dedos o hasta la cabeza cortadas. Riesgos laborales de los narcotraficantes que terminan en tragedias. Diarios que repiten día a día las noticias de hace varios meses, ennegreciendo la cordura de los que tratamos de vivir una vida tranquila. Imágenes terribles que los niños recordarán para siempre. Esto es Juárez. En guerra están los señores de los cárteles de la droga. Queman negocios, asesinan empresarios y policías, imprimen sus asquerosas amenazas en mantas que cuelgan de las principales calles. El asco nos invade. Y los cristianos rezan. Y las maquiladoras siguen levantándose de madrugada para ir a trabajar y los enamorados seguirán haciendo el amor.
Ayer vi nuevamente las noticias y dijeron los “ejecutados” del día. No pude evitar pensar automáticamente a cuánto aumentaba la cifra de asesinatos del año en Juárez, unos ochocientos cincuenta. Como cada día, vamos contando los muertos como mi abuelita contaba las cuentas de su rosario interminable, día y noche. Pero una noticia insignificante me conmovió y me hizo pensar que tal vez no todo está perdido. En una colonia pobre de la periferia un grupo de vecinos velaba un perro. Un perro de nadie, un perro de la calle que llegó a ganarse su cariño. Que todos querían porque los acompañaba si salían solos a tomar el autobús, igual que lo hace un amigo que te estima. Era un perro que jugaba con los niños y defendía con sus gruñidos y ladridos si algún extraño entraba al empobrecido vecindario. Le tenían flores y estaban las mujeres, los hombres y los niños con las caras compungidas rindiéndole sus respetos. Y al entrevistar el noticiario a un hombre viejo, no el dueño, porque él era de todos y todos eran de él, el que le daba de comer, se le quebró la voz al recordarlo. De ahí que, en este lugar donde falta tanta ternura, ver a esta gente llorar a un perro ha sido lo mejor de mi día.
El Zapatazo.
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