UNA VERDAD COMO UN PIANO, Y ESTA NO CUESTA NADA
Como no hay mal que por bien no venga, la última bronca que le montó la curia vaticana a Jon Sobrino, que no fue ninguna tontería, con notificación incluida, ha servido para que este jesuita empecinado en la defensa radical de los más oprimidos sepa lo que son los blogs. Aquellos días de marzo de este mismo año, cuando resurgió de las más abruptas entrañas de la Tierra el Tribunal para la Doctrina de la Fe -léase la Inquisición de nuestros días- para tirarle de las orejas y echarle en cara, una vez más en los últimos 30 años, sus desviaciones sobre la línea oficial, este cura amigo y compañero en El Salvador de Ignacio Ellacuría y monseñor Romero, este pastor que admite sin remilgos su vocación revolucionaria, pudo leer una avalancha inaudita de reacciones a favor y en contra en los foros libérrimos de Internet. Pese a lo encendido de algunos comentarios, Sobrino, por el contrario, guardó silencio. Se apartó del mundanal ruido quizá un tanto asustado por el ambiente, aunque no por encararse a la autoridad, cosa que ha hecho toda su existencia aun a riesgo de que le mataran.
De hecho, esta nueva llamada de atención no va a hacerle bajar las orejas, al menos por lo que uno puede deducir después de dos horas de conversación con él sobre lo divino y lo humano. Si no lo consiguieron en los años setenta y ochenta los paramilitares salvadoreños que instauraron un más que grotesco lema, “Haga patria, mate un cura”, ni tampoco los grandes patriarcones centroamericanos, ni los mismísimos politicastros que ahogaban en esos días con una bota militar el futuro de lo que consideraban el patio trasero de su casa con jardín del Norte, es difícil que se asuste de los que han sido recién investidos con nuevas púrpuras. Si se salvó, aquel funesto y negro 16 de noviembre de 1989, de aquella matanza que después muchos han convertido en martirio, cuando unos salvajes entraron en la Universidad Centroamericana (UCA) y asesinaron sin miramientos a ocho de los suyos -seis compañeros jesuitas y dos empleadas de la casa-, no debió de ser en vano.
Le gusta rememorar uno a uno sus nombres, justo como cuando le dieron la noticia; primero le hablaron de Ignacio Ellacuría, después le enumeraron al resto de la lista: Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, el salvadoreño Joaquín López-López y, sobre todo, a quienes más le indignó que pagaran aquella caza macabra: la empleada de la UCA Elba Julia Ramos, cocinera, y su hija Celina, de 15 años, testigos de una barbaridad que tuvieron la mala fortuna de encontrarse frente a frente.
ATRIO. EL ZAPATAZO.
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